El
despertador sonó como cada día a las 6.30 a.m. y a Juliana se le pasaron miles de
excusas y mentiras por la cabeza para justificar una ausencia al trabajo;
aunque vaciló por unos segundos, finalmente decidió que eso no era honesto ya
que iba en contra de sus principios. Con la rectitud que hacía años la
caracterizaba, se levantó y procedió a cumplir con su rutina diaria. Al mirarse
al espejo se le hicieron evidentes los treinta y siete años que le pesaban en
el contorno de sus ojos y en la repentina aparición de un mechón blanco de
cabello que se empeñaba en tapar. Miró a su alrededor y al observar el retrato
que tenía desde hacía años en la repisa de su cuarto, se preguntó dónde había
quedado aquella chica llena de vida e ilusiones que hoy desconocía. Mientras se
cepillaba los dientes notó el cambio de expresión en su rostro y pensó cómo era
posible que la vida recayera de esa manera sobre algunas personas. Desayunó una
taza de café y dos tostadas; para escoger un atuendo tuvo en cuenta la humedad
del día, luego se maquilló lo justo y necesario para tapar sus ojeras, e
intentó bajarse el friz que acechaba sobre su corta cabellera ondulada. Una vez
lista tomó su cartera y salió de su casa rumbo a la oficina procurando no
olvidarse de sus objetos personales. Se quedó unos instantes parada en el lobby
del edificio repasando todo lo que debía haber hecho antes de salir de su casa,
y una vez que verificó todo en su memoria, se marchó a trabajar. Debía tener
todo bajo control, por lo que le costaba mucho disfrutar de las cosas, ya no
recordaba cuándo había sido la última vez que lo había hecho.
Salió
de su departamento en San Isidro a las 7:30 y 7.45 llegó a la estación para
tomar el tren, como todos los días, rumbo a Retiro. Al observar la multitud de
gente amontonada a lo largo de los cuatro vagones recordó el alboroto de las
gallinas que su abuelo poseía en Carmen de Areco. Así la nostalgia por aquella
infancia tan feliz y lejana atravesó su mejilla dejando en evidencia una línea
húmeda que iba desde su ojo derecho hasta el comienzo de su labio superior. Se
escapó de esos recuerdos cuando advirtió la posibilidad de sentarse ante el
rápido descenso de pasajeros en la estación Belgrano. Se acomodó al lado de una
mujer que evidenciaba muchas lunas debajo de su sobretodo y no pudo evitar
rememorar cuánto había deseado ser madre hacía unos pocos años atrás.
Sentada,
Juliana podía contemplar desde otro ángulo las caras de cansancio y fastidio de
las personas que subían y bajaban del tren rumbo a sus respectivos destinos.
Estaban los de siempre, aquellas personas con las que a diario cruzaba bostezos
en su rutina de 45 minutos, pero también había caras nuevas que para ella
subían por primera vez al tren. Se entretenía imaginando lo que esas personas ocultaban,
cuáles serían sus historias, qué secretos guardarían. Ella creía con total
certeza que todos, absolutamente todos los individuos tenían sus secretos,
aquellos pequeños o grandes asuntos de sus vidas que por alguna razón se
empeñaban en mantener ocultos, protegidos de la intromisión de otras personas.
Juliana hacía este ejercicio con recuerdos que había elegido reprimir jurándose
no volver a recordarlos. Así controlaba todo, o eso era lo que creía, ya que no
pudo prever que en ese día húmedo y pesado iba a toparse con su recuerdo más
oculto, aquella parte de su vida que quiso tirar al olvido para no morir de
nostalgia.
Seguía
perdida en sus pensamientos mientras pasaba las manos sobre su falda haciendo
movimientos verticales, despojando al satín negro de cualquier imperfección que
pudiese poseer, ese gesto era gráficamente lo que ella hacía en su mente:
barría fuera de su conciencia todos aquellos recuerdos que la estorbaban, que
desalineaban su vida perfecta y pulcra. Tuvo que interrumpir su accionar para
dejar pasar a la mujer embarazada que estaba a su lado y ocupar ese lugar
cediéndole el suyo a una mujer de cabello blanco. Ahora Juliana miraba por la
ventana el desorden de la estación provocado por la prisa de la gente y una vez
más el anhelo de una vida tranquila y alejada se reflejaba en sus ojos. Se
quedó tildada observando la astucia de un vendedor de DVD, hasta que el caminar
pausado de un hombre de traje gris llamó su atención. Ese porte se le hacía
familiar, y cuando finalmente pudo ver su rostro comprobó que efectivamente era
él quien estaba pasando a su lado, esa parte de su pasado que había jurado no
recordar. Vio subirse al mismo vagón en el que se encontraba ella a esa persona
que tan importante había sido en su vida, esa misma persona que un día decidió
dejarla atrás y marcharse de su lado. Su corazón comenzó a acelerarse y sintió
que el destino les estaba jugando una mala pasada.
Llovía
torrencialmente pero sus sediciosos dieciséis años le prohibían quedarse un
viernes sola en su casa, así que se calzó sus zapatillas desalineadas, agarró
el único paraguas que quedaba en la casa y Juliana cruzó el umbral de la
entrada. Se la pasó saltando charcos y arreglando el paraguas que se le doblaba
como rebelándose ante su inconsciencia de salir con semejante tormenta
asechando la ciudad. En un acto impulsivo lo tiró al costado de una vidriera y
corrió a resguardarse bajo del techo del negocio. Las personas amontonadas en
ese lugar sólo comentaban acerca de la inundación y de cómo iban a hacer para
llegar a sus hogares. Juliana no se había percatado de ese detalle ni del
escándalo que le armarían sus padres cuando se enterasen de que habían salido
de su casa con semejante clima. En eso estaba recapacitando cuando se acercó un
chico de no más de dieciocho años para pedirle fuego. Ella lo miró y con un
gesto negativo, propio de quien jamás antes había probado un cigarrillo, trató
de despacharlo. Se llamaba Manuel y efectivamente tenía dieciocho años recién
cumplidos; le contó que estaba luchando por terminar el último año del
secundario, que tenía dos hermanas con las que apenas hablaba y que bajo ese
techo era donde cada viernes se juntaba con sus amigos. Él hablaba pero Juliana
no decía nada, todavía no entendía qué era lo que había motivado a Manuel para
acercarse y comenzarle a contar acerca de su vida. Él contestaba las preguntas
que Juliana no formulaba. Lo cierto es que con su simpatía e insistencia le
“ganó por cansancio”, como solía bromear ella, provocando que cada viernes
Juliana fuera a ese mismo negocio para verlo y se hicieran inseparables. Así
los días se hicieron semanas, las semanas meses y ellos habían logrado afianzar
un noviazgo, el primer y único noviazgo en el que Juliana amó con sinceridad,
el noviazgo en el que Juliana se hizo mujer. Es que jamás hubiera imaginado que
aquel día debajo de ese techo iba a marcarse un “antes” y un “después” es su
vida.
Juliana
miró hacia los extremos del vagón sin saber qué hacer, inclinándose hacia el
lado derecho logró observar la nuca de Manuel y volvió a temblar como una
adolescente, maldiciendo la inutilidad de tantos años de seguridad y autocontrol.
Vio que abrió el periódico, ella se detuvo tratando de observar sus manos, esas
manos grandes y cálidas que tanto extrañaba. Y no pudo evitar pensar en sus
abrazos y su manera de tocarla, cómo recorría su cuerpo con delicadeza y
respeto provocando en ella la mayor de las satisfacciones. Rápidamente miro sus
pies, esperando a que no estuviesen quietos como estaban, entonces pensó que ya
la ansiedad no era una característica de su personalidad.
El
temblor que producían sus piernas por debajo de la mesa a Juliana la ponía
nerviosa. Él parecía no notarlo porque no hacía nada por detenerse, hasta que
la mano de ella posada en su rodilla lo calmó. Hacía ya cinco años que estaban
de novios, y a pesar de sus desencuentros, productos de la poca paciencia de
Juliana y el carácter tan particular de Manuel, seguían juntos y enamorados
como el primer día. Ella lo veía perfecto, como un príncipe, su príncipe,
aunque no negaba cuánto le molestaban sus ataques de nervios y lo reservado que
era con sus asuntos. Juliana siempre notó cuánto esto dificultaba su relación,
pero creía que con el amor solo bastaba, que lo que sentían iba a ser más
fuerte que cualquier conflicto, que verdaderamente estaban hechos el uno para
el otro y que ni la muerte iba a poder separarlos. Es que no podía ser de otra
manera si se veían y sus ojos se iluminaban provocando que sus cuerpos se
atrajeran como dos imanes incapaces de romper su magnetismo. Ella sabía que esa
química y el deseo constante que le producían sus labios al acercársele no era
simplemente pasión. Había algo más, algo que jamás volvió a encontrar en otro
cuerpo.
Aún
no salía de su sorpresa, no podía creer que el que estaba allí sentado a solo
dos asientos delante de ella era Manuel, su gran amor. Decidió cerrar los ojos
y darle otra oportunidad al destino al abrirlos y comprobar que tan solo era un
engaño de su mente cansada de tantas murallas, o de su corazón cansado de tanto
sufrimiento. Pero eso no sucedió, Manuel seguía allí sentado, más hombre y tan
apuesto como siempre. Estaba igual a la última vez que lo había visto, hacía
quince años atrás, ese día en el que dijo adiós y no volvió a saberse de él. Se
preguntaba si esta era una nueva oportunidad que le estaba dando la vida para
volver a ser feliz a su lado, para esta vez cuidarlo y no dejarlo ir. Al fin y
al cabo ella había sido injusta, enojarse de esa manera no había sido la
decisión correcta. Interrumpió su reflexión el chirrido que anunciaba el arribo
a la estación Lisandro de la torre marcándole a Juliana que le restaban tres
minutos, antes de llegar a destino, para decidirse qué hacer.
Con
la determinación que en algún momento de su vida la caracterizó, se paró
decidida a saludarlo y demostrarle que no lo había olvidado. Una vez que logró
pasar a la señora mayor que tenía a su lado (quien había observado extrañada
durante todo el camino el comportamiento de Juliana) se acercó a Manuel y con
la ansiedad reflejada en su sonrisa extendió su mano temblorosa para tocarle el
hombro, pero su intención se vio interrumpida por el brusco freno del tren
provocado por la imprudencia de un individuo, haciendo que la inercia la
desplazara hacia adelante chocándose con una adolescente. Ese golpe le recordó
la peor desgracia que había vivido en su vida, devolviéndola al presente y a la
realidad. Con ese freno, el choque y su dolor, Juliana volvió a ver a Manuel,
de tan sólo veinticuatro años, tirado en el pavimento, teñido de sangre.